Laura Jiménez Sañudo, enferma de ELA: “El Estado debe saber que si mostrara una mayor implicación prevalecería el deseo de vivir”.
Cuando le preguntó a su marido qué había sucedido con la entrevista que este periódico le había propuesto realizarles y él le contestó que la había declinado interpretando sus silencios como una negativa a la exposición, ella se apresuró a sacarle del error. “No, diles que sí. Quiero hacerla”. “El Estado tiene que saber que si mostrara una mayor implicación nuestro deseo de vivir prevalecería sobre nuestro deseo de morir”.
Porque al final es de lo que se trata. De desear vivir o de desear morir cuando en plena travesía biográfica uno acaba estrellándose de frente contra un diagnóstico letal.
Devorada por la Esclerosis Lateral Amiotrófica, la despiadada ELA, una de las enfermedades más crueles que puede sufrir el ser humano, Laura Jiménez recibe a sus visitas acomodada en un sillón adaptado colocado estratégicamente frente a una surtida biblioteca tomada por Noah Gordon y Pérez Reverte, que apenas dejan sitio al televisor. Generosa, se esfuerza por ofrecer a sus invitados todo lo que necesitan para saberse bienvenidos en su casa. Una mejilla primero, la otra después, y una mirada de color marrón tierno que su esposo, Juan Fontela, desagua cuando toca.
Forman los dos una de esas extrañas parejas que los veranos juntan para que los inviernos precinten sin que las primaveras o los otoños se atrevan a interferir.
Madrileña deliberada, Laura disfrutaba de sus vacaciones en Viérnoles la noche que conoció a Juan, un bruselense circunstancial que pasaba las suyas en el vecino Tanos y que el día 26 de julio del año 1992, 24 horas después de inaugurarse los Juegos Olímpicos de Barcelona, y tras casi una década de noviazgo, la esperaba en el altar.
Fruto de su matrimonio, que les llevó a anidar en Santiago de Cartes, son David, que tiene 24 años, y Daniel, que ya ha cumplido los 18.
Para Juan son los niños de la casa. Para Laura, son las niñas de sus ojos. Para ambos, el poso de una familia que, como otra cualquiera, se ha ganado la vida sudando sus frentes. Ella, teóloga, dando clases de religión en un instituto de Torrelavega. Él, taxista, haciendo carreras de aquí para allá.
Cáncer de mama
Juan y Laura, Laura y Juan, eran administradores de una vida apacible hasta que un mal día el cáncer llamó a su puerta preguntando por ella, que, confusa, salió a recibir un tumor mamario.
Su enorme fortaleza psicológica, el empuje de la familia y los amigos y, en especial, la cooperación del ginecólogo Rafael Millán Lasquetty, al que años antes había encomendado el alumbramiento de sus hijos y con el que años después iba a protagonizar una espantosa paradoja, bastaron esa vez para darle esquinazo a la muerte.
En este punto exacto del relato, que venían hilando los dos juntos -ella con más concreción en las fechas que él, por cierto-, Laura se detiene y clava su mirada en Juan. “Tranquila, lo estás haciendo muy bien”, le anima él.
A pesar de que por dos veces se le ofrece dar por concluida la visita, la mujer sorbe agua con una pajita y retoma el punto de la conversación, que avanza veloz hacia noviembre de 2017.
“Unos meses antes empezó a fallarme una pierna”, recuerda ella. “Yo no le di importancia”, dice él. “Y luego un brazo”, prosigue Laura, que, preocupada por los síntomas, comenzó a rebuscar información. Siempre a espaldas de su marido y de frente a su médico de cabecera, que en el balcón de las Navidades confirmó lo que ella ya sospechaba: “Tienes la ELA”.
Esclerosis
La Esclerosis Lateral Amiotrófica, comúnmente conocida como ELA, es una enfermedad neurodegenerativa, que afecta a las neuronas motoras del cerebro y a la médula espinal provocando una parálisis que se va extendiendo progresivamente de unas regiones corporales a otras. A medida que avanza, el enfermo -que durante su desarrollo mantiene intactos los sentidos, la inteligencia y los músculos de los ojos, deja de caminar, mover las manos, hablar, tragar y respirar hasta que, en un plazo de entre 2 y 5 años, fallece como consecuencia de una insuficiencia respiratoria.
Laura salió de la consulta condenada a muerte. Y Juan devastado. Los dos se emocionan recordando aquel día funesto en el que iniciaron una dramática cuenta atrás de la que enseguida se va a cumplir un año y medio.
“Me quedé bloqueada”, dice ella dejando resbalar un par de lágrimas. “Yo no me podía creer lo que escuchaba”, afirma él pasándole suavemente un kleenex por su rostro. “No llores”, suplica Juan a Laura, que después de hacer otro descanso, e insistiendo en seguir con la entrevista, se rehace para ejercer su derecho a participar en el debate que la madrileña Maria José Carrasco (la enferma de esclerosis múltiple a la que su marido ayudó a morir) ha reabierto hace unos días en torno al suicidio asistido con una puesta en escena brutal.
Eutanasia
La mujer, a la que nadie ha ocultado que el doctor Millán Lasquetty murió en febrero víctima de la ELA, envía sobre la eutanasia un mensaje contradictorio.
“No soy quién para juzgar lo que hagan los demás”, subraya Laura, respetuosa con todas las opiniones. Incluso con las de tanto atrevido como se ha visto estos días alrededor del lecho del moribundo diciendo lo que está bien y lo que está mal. La suya es ésta: “No soy partidaria”. Pero, a la vez, también es esta otra: “Cuando llegue el día… pudiera serlo”. Y como María José a su marido, “yo también le pediría a Juan que me ayudara a morir”.
Atrapada en su propio cuerpo, que cada día le irá negando más libertades hasta despojarla de todas, Laura no ha tenido más remedio que aprender a vivir con el deseo de morir montada en un carrusel emocional que lo mismo la sube el ánimo que se lo restriega por los suelos. “Y así, en un buen día pienso en mis dos hijos y siento ganas de seguir y en un mal día pienso en los cambios que he generado en mi familia, en las molestias que les he causado, y siento ganas de acabar”.
Pero de acabar como se merece. Tapada con la manta de un Estado “comprometido con nuestra enfermedad y con nuestras necesidades, y que sea capaz de articular todas las herramientas precisas para que, el día que nos llegue el momento, nuestro deseo de vivir prevalezca sobre nuestro deseo de morir”.
Porque al final es de lo que se trata. De desear vivir o de desear morir sea cual fuere la interpretación individual que se hace de la muerte, “un castigo para algunos, un regalo para otros y para muchos un favor”. Lucio Anneo Séneca.
fuente: El Diario Montañés
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