ELA: benditas asociaciones

Era una noche cualquiera, una de tantas cenas. Por teléfono dijo que prefería quedar a solas, nada de grupo. Fue en el italiano de siempre, ese que huele a orégano y el camarero te pone una mano en el hombro cuando anota la comanda. Cuando llegué, él ya estaba allí. Le vi desde la entrada, sentado al fondo. Miraba el móvil levantándose las gafas, con su gesto habitual de intelectual despistado. Sobre la mesa tenía empezada una cerveza. Me senté mientras pedía la mía. Saludos de rigor y después, una vez dado el primer trago, me lo dijo: “Ya tengo los resultados”.

Así fue como me enteré de que a uno de mis mejores amigos le quedaban cuatro años de vida.

La esclerosis lateral amiotrófica, ELA para los amigos, no es una enfermedad, es una sentencia. Al menos, hoy por hoy. No quisiera ser médico y tener que dar noticias como esta. El otro día le pregunté a un neurólogo con el que compartí charla en el Ateneo de Santander, cómo conseguía no llevarse “los problemas a casa”. Alzó las cejas, torció el gesto y afirmó en silencio con la cabeza. No hicieron falta palabras para saber que dar diagnósticos así es lo peor de la profesión. Miras a los ojos y, separado por una mesa, tienes que decirle al paciente que su futuro es, por desgracia, la muerte próxima.

No todo el mundo quiere saberlo. Mi amigo, sí.

Y de pronto comienzas a sentir vértigo. Recuerdo caminar con él por las mañanas, cuando aún podía caminar, por las salas de cualquier exposición. Jamás salió de su boca una queja. Lo único que le importaba era planificar su vida para poder seguir haciendo lo que más le gustaba: leer e ir al cine. Dicho así, yo pensaba que los objetivos eran bien sencillos, pero la ELA es una compañera que todo lo complica y algo tan simple como pasar una página o subir un escalón pronto dejaron de ser posibles para él. A pesar de lo cual, debo decir que conseguimos que fuera al cine hasta la semana antes de morir.

No quiero que esta reflexión tenga carácter emotivo, ni mucho menos científico, así que no voy a explicar la evolución degenerativa que conlleva la ELA. Solo me he animado a escribir estas líneas porque, como muchos de vosotros sabéis, escribí una novela mientras mi amigo iba poco a poco apagándose. En ella no cuento su caso; preferí tener la libertad que me da la ficción para inventarme unos personajes con los que poder conformar una trama coral. Así surgió “Lo que ella diga”, mi cuarta novela.

Tanto la experiencia vivida junto a mi amigo como la promoción del libro, me han permitido conocer a personas excepcionales que, difusas tras el poco acertado nombre de “Enfermedades raras”, permanecen en un plano oculto, tan injusto como poco solidario, y a las que me gustaría poner foco y altavoz. Quiero, desde esta humilde columna, hacer un homenaje a todas aquellas asociaciones, ya sea de ámbito municipal, autonómico o nacional, que se fajan a diario con los problemas de un colectivo ciertamente pequeño, pero con unas necesidades tan inmensas que su labor resulta impagable. Personas que, a pesar de su anonimato, consiguen grandes logros que pasan desapercibidos para la gran mayoría de nosotros, pero sin las cuales muchas familias no podrían enfrentarse a la dramática situación en que el maldito azar les ha colocado. Sí, el azar. Piénsalo.

Solo un ejemplo, uno de tantos, es la Asociación cántabra de Esclerosis Lateral Amiotrófica, CanELA, de reciente creación, y su presidente Fernando Martín, al que me une una gran amistad.

Solo quiero dejar constancia de mi más sincero agradecimiento por su trabajo e invitar a todo el mundo a colaborar con ellos. Mil gracias.

 

Artículo de opinión de Rafael Caunedo, publicado en El Cotidiano  el 15 de diciembre de 2017 con motivo de promoción de su libro “Lo que ella diga”.

Lo que ella diga

Un terremoto emocional sacude la idílica vida de Santiago Tatay. Un diagnóstico médico inesperado va a provocar una onda expansiva que afectará a todo su entorno. Nadie resultará ajeno a lo que le espera y todo tipo de convulsiones afectivas se removerán hasta conseguir estabilizarse de nuevo. Pero el seísmo ha movido el tablero y el puzle se ha descolocado. Es lo que pasa cuando te dicen que solo te quedan cinco años de vida: que las piezas ya no se pueden volver a encajar en el mismo lugar en el que estaban.

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